La verdad de la historia fotográfica de Gasparini es, pues, necesariamente, una verdad heterogénea que se remite constantemente a sí misma de un modo a la vez aleatorio y circunstancial.

Un atlas Gasparini

17 • agosto • 2018

Rafael Castillo Zapata

Walter Benjamin vinculó la tipografía extendida de los versos dispersos del Golpe de dados mallarmeano al efecto que la aparición de los textos publicitarios adosados a los viejos muros de París provocaron en la sensibilidad visual de sus ciudadanos a finales del siglo XIX, enfrentados a un nuevo horizonte de visualidad donde los tipos, como formas puras o casi puras, adquirían un creciente protagonismo en el paisaje. Las fotos de Paolo Gasparini me recuerdan el apunte de Benjamin en la medida en que incorporan, al menos en una de sus escenas recurrentes (la de la calle citadina abarrotada por los signos alfabéticos agigantados de la propaganda comercial o proselitista), ese nuevo paisaje urbano en el que el texto juega un papel crucial para la dinámica del ojo en su búsqueda de orientación topográfica. Pero ese apunte adquiere, además, una especial relevancia cuando cobramos conciencia de que las capturas callejeras de Gasparini no sólo se nutren de las palabras impresas que impregnan el espacio vital y visual de los caminantes sino que muestran, de manera no menos recurrente, a la imagen fotográfica misma como un dato inevitable a la hora de recuperar para la memoria visual de la modernidad la apabullante dinámica de la urbe donde la fotografía se ha convertido en un signo estructural más, tan importante como los edificios o como las palabras, tan insistente y persistente como los propios transeúntes, los vehículos y el mobiliario urbano; con toda su abrumadora mescolanza. Las fotos callejeras de Gasparini muestran, pues, hasta qué punto la fotografía misma forma parte integral del cuerpo social de la ciudad moderna: la imagen fotográfica como elemento sin el cual no podría concebirse la mecánica perceptiva de las masas. Movilidad, superposición, desenfrenado palimpsesto donde las propias imágenes fotográficas forman parte fundamental de la imagen fotográfica urbana: como si en las ciudades megalopólicas no existiera ya espacio ajeno al imperio visual de la fotografía.

En este sentido, podría decirse que las fotografías callejeras de Gasparini son capturas de capturas de capturas: un sistema de reflejos, de reverberaciones, de refracciones y de repeticiones que responden al mecanismo discursivo de la cita. La imagen fotográfica de Gasparini, en efecto, se construye a partir de imágenes referidas, es decir de imágenes citadas de otras imágenes fotográficas anteriores, distantes y distintas o semejantes y cercanas. Y esto no ocurre, como es posible comprobarlo fácilmente, sólo en la captura de la imagen que constituye cada fotografía, sino en el modo peculiarísimo como, a lo largo de su carrera, Gasparini ha organizado sus colecciones –en series, en constelaciones que son collages o atlas– para armar sus fotolibros, sujetos a una cambiante narrativa paratáxica, donde el relato muta y permuta a lo largo del tiempo en un montaje itinerante, iterativo, de imágenes desplazadas y reconducidas, desencajadas e incrustadas en nuevos campos de apelación e interpelación visual.

Werner Spies decía que en los collages de Max Ernst todo era cita, que en ellos todo se producía en la distancia. Es muy posible que en los fotolibros de Gasparini, como puede verse de manera flagrante en La verdadera historia de Paolo Gasparini, todo se produzca en la distancia. O, dicho de otro modo, sus fotolibros responden a una cierta producción de distancia que involucra no sólo procesos de descontextualización y recontextualización de las imágenes sino rupturas que afectan a la vez el sentido cronológico y el sentido documental de las historias que esos montajes fotográficos conducen. Estas rupturas alteran, por supuesto, la naturaleza de la problemática actualidad de sus relatos.

No hay duda, por otra parte, de que a lo largo de sesenta años ininterrumpidos de actividad fotográfica, Gasparini ha desarrollado, casi que necesariamente, un cierto mal de archivo: el legado que tiene a sus espaldas dinamiza en él inevitables catálisis sobre el vasto material acumulado, de cuyas reacciones constantes surgen las permutaciones y transmutaciones visuales que caracterizan el cuerpo anamnésico de sus recurrentes fotolibros. Memoria continua y, a la vez, discontinua, anacrónica e intempestiva, de su propio trabajo reunido, los fotolibros de Gasparini responden, de este modo, a una cierta compulsión de revisión y adaptación periódica de los materiales contenidos en su archivo. También él, como Warburg en su Atlas o como Eisenstein o Vertov en sus montajes cinematográficos, recurre a una mecánica combinatoria que rompe con la estructura tradicional del relato secuencial y consecutivo. La verdad de la historia fotográfica de Gasparini es, pues, necesariamente, una verdad heterogénea que se remite constantemente a sí misma de un modo a la vez aleatorio y circunstancial.

Rancière destaca, en Aisthesis, el sentido político (además de poético o estético) que cobró, después de la Revolución de 1789, el modo como se colocaban los cuadros en las paredes de las salas donde se exhibían, por vez primera, de manera realmente libre e igualitaria, los grandes hitos de la tradición pictórica occidental. Orientación calculada de una determinada dirección de la mirada y de su funcionamiento perceptivo, el museo moderno respondía, entonces, a una política de la exhibición determinada por intenciones pedagógicas e ideológicas particulares. Sin extremar la precisión del símil, es posible pensar que los fotolibros de Gasparini funcionan como museos ambulantes organizados a partir de un archivo que se cita constantemente a sí mismo apelando a una combinatoria marcada por la yuxtaposición temporal y el contraste heterotópico de la sustancia formal y documental de las imágenes involucradas. La verdadera historia de Paolo Gasparini, como dispositivo de lectura, lleva a sus extremos la pluralidad y la maleabilidad de las correlaciones sintácticas de sus imágenes: según como se lo abra, a partir de sus tres bisagras (una central, digamos, y dos laterales), pueden reunirse diversos relatos para armar una historia siempre diferente, siempre diferida: como la de la modernidad misma que la imagen fotográfica intenta -insistente, movediza- capturar.

Agosto de 2018

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