Su más reciente fotolibro, publicado por La Cueva, estará en la próxima edición de Paris Photo (una feria que se lleva a cabo en dicha ciudad europea desde 1997, congrega a editores, coleccionistas, galeristas, críticos y especialistas en fotografía).

El baúl mundo de Paolo Gasparini (I)

19 • octubre • 2018

A Victoria,
de Rimini a Sebucán,
con alegría.

Alejandro Sebastiani Verlezza

La primera vez que hablé con Paolo Gasparini fue por teléfono. Por un momento recordé la voz de esos parientes lejanos que solían llamar de cuando en cuando a la casa; cuando alzaba con premura y curiosidad uno de esos teléfonos grises de discado analógico –para saber quién era apenas oía el insistente ring– podía captar un tono particular, opaco, propio de las comunicaciones de entonces, cuando la voz que pasaba por el hilo telefónico parecía provenir de un mundo muy remoto –…pronto! Alessà…com’va?– que de pronto podía hacerse muy presente y manifestarse en dos o tres maletas que se abren y sueltan los más variados olores.

Esa primera conversación con Gasparini me dio las pistas de una persona rigurosa, cordial y frontal. Los rasgos anteriores se convirtieron para mí en el mejor augurio para indagar sobre sus intereses fotográficos, experiencias y lecturas. Más allá de los asuntos propiamente técnicos, siempre me interesó saber de dónde proviene su interés por el fotoracconto, dado que se expresa en todos sus fotolibros, desde el primer ensayo fotográfico, Bobare, publicado en 1959 por la revista Cruz del Sur, pasando por Retromundo, El suplicante, Karakarakas, el venidero Andata e ritorno[1] y La verdadera historia de Paolo Gasparini[2].

Un repaso por los anteriores títulos hace pensar que para Gasparini las fotografías no pueden estar solas, ni andan “sueltas” aquí y allá. No, para nada, sostiene, no funcionan así, no son para colgarlas en la pared con un clavo, quizás con la intención de hacer cierta compañía en la casa o el estudio, lo cual tampoco está mal, pero no es precisamente esa su intención, porque Gasparini siempre piensa en audiovisuales y sobre todo fotolibros. “Para mí –agrega en su español que aún conserva la suave cadencia italiana– cada foto tiene que tener una relación, las imágenes son como palabras que le dan forma al discurso; yo siempre he pensado en las secuencias, desde que descubrí los reportajes de las revistas norteamericanas, como Life, que llegaron a Italia después de la guerra; también en Italia descubrí y aprendí del fotoracconto por la edición de Conversazione in Sicilia, la novela de Elio Vittorini que tiene las fotografías de Luigi Crocenzi; el mismo Crocenzi, de hecho, desarrolló mucho este tipo de experimentos en Il Politecnico, una revista fundada y dirigida por el propio Vittorini; yo así pensé instintivamente que Conversazione in Sicilia tenía que ver conmigo; me impresionó mucho y me sigue impresionando”.

Gasparini, acostumbrado a moverse entre imágenes, no conforme con dar cuenta de los hilos conductores –los guiños y las corrientes que atraviesan su trabajo– busca las evidencias. Hay algo que casi siempre necesita decirse, pero sobre todo verse. Por eso se levanta de la silla y busca el libro de Vittorini. Mi edición –agrega entusiasmado– es de 1943: “fue impresa el 15 de junio por la editorial Bompiani, pero yo la compré en 1951 –en Milano– el 19 de octubre”. Y para reafirmar la impresión que le dejó –y sigue dejando– el prólogo de Vittorini –también crítico literario y traductor– Gasparini rebusca en su ejemplar una página que tiene subrayada con lápiz. Y la lee en voz alta:

Vedevo manifesti di giornali squillanti e chinavo il capo; vedemo amici, per un’ora, due ore, e stavo con loro senza dire una parola, chinavo il capo; e avevo una ragazza o moglie che mi aspettava ma neanche con lei dicevo una parola, anche con lei chinavo i capo. Pioveva intanto e passavano i giorni, i mesi, e io avevo le scarpe rotte, l’acqua che mi entrava nelle scarpe, e non vi era più altro che questo: pioggia: massacri sui manifesti dei giornali, e acqua nelle mie scarpe rotte, muti amici, la vita in me come un sordo sogno, e non speranza, quiete.

[Veía los titulares estridentes de los periódicos y bajaba la cabeza; veía a los amigos, por una, dos horas, y estaba con ellos sin decir una palabra, bajaba la cabeza; y tenía una muchacha o una mujer que me esperaba, pero tampoco con ella decía una palabra, bajaba la cabeza. Mientras tanto llovía y pasaban los días, los meses, y yo tenía los zapatos rotos, el agua se me metía en los zapatos y no había más que esto: lluvia: masacres en los titulares de los periódicos y agua en mis zapatos rotos, amigos mudos, la vida en mí como un sueño sordo; y sin esperanza, quietud.]

¿Pero qué pudo haberlo impresionado tanto? Tal vez el hecho de sentirse visto a través de la lectura, pues la narración de Vittorini –como le ocurre a Gasparini con su trabajo fotográfico– hace confluir las circunstancias más personales con el cuadro general de la historia (“entre la vida y la guerra”, agrega). Pero hay algo todavía mucho más personal: Gasparini se trajo su ejemplar de Conversazione in Sicilia en la maleta (“baúl mundo”, preferirá llamarla, como una suerte de arca personal donde puede entrar lo más preciado de una vida), cuando se vino por primera vez a Venezuela con las Lettere di condannati a morte della Resistenza italiana[3], la Antología de Spoon River –de Edgar Lee Masters– y Passato e presente, el cuarto de los cuadernos que Antonio Gramsci escribió en la cárcel. Y ya en diciembre del 54 se estableció en Caracas, aunque él siempre parece que está yendo y viniendo de un lugar a otro (Caracas, Gorizia, Ciudad de México, son al menos tres de los lugares donde habitualmente desembarca). O dicho de otra forma: siempre está de regreso: “en el 54 llego en la motonave Amerigo Vespucci, porque yo no quería hacer el servicio militar en Italia”.

¿Pero qué más había en ese baúl, además de los usuales implementos del emigrado? Quiero decir, el equipaje suyo, el personal, el que fue dándole la impronta a su trabajo: “Durante los años 50, en Italia, pasaban todas las películas que no se habían visto durante la guerra; además, era la época del neorrealismo (De Sica, Zavatini, Rosellini), me empapé del cine mexicano y películas como ¡Qué viva México!, de Eisenstein; yo estaba sobrecargado de todas esas imágenes, incluida la visión del american way of life que llegó con los ejércitos aliados; y así llegué aquí, a Venezuela, con todo ese bagaje; ya el fotoracconto estaba implícito en un trabajo que apenas empezaba: que una cadena de imágenes genere ideas, cuando tú ves dos, tres, cuatro imágenes hiladas, cuando tú ves que una se relaciona con la de antes y la siguiente, para formar una frase, un período, un lenguaje, estás ante una manera de profundizar lo que quieres expresar, lo que está más allá de la fotografía, es decir, las ideas, como una epifanía”.

Yo le insisto: cómo es eso del fotoracconto, cómo se puede contar una historia y a la vez reflexionar cuando las palabras apenas se cuelan en eso tan huidizo que el lente logra tantear y atrapar. Quizá –me digo– toda su obra no sea otra cosa sino una fotografía muy larga y cada vez más urgida de movimiento para expresarse en toda su intensidad y expansión. Por todas partes, de tanto en tanto, en el caos de una gran avenida, o en un meeting político, aparecen letreros, avisos, carteles yuxtapuestos, números, muchos números, muros y “recortes” que el propio Gasparini organiza luego del “disparo” con lo que suele llamar il senno di poi (“la sabiduría del después”). En ocasiones pueden resultar “poéticos” y reflejar intensas contradicciones sociales, económicas, políticas. Otros momentos, igual de interesantes, pueden sugerir guiños más lúdicos. Recuerdo una foto de El suplicante, ahí aparece un aviso que dice:

Haga que sus fotos “HABLEN”

Me parece que alrededor de esa imagen gira mucho de lo conversado aquí con Gasparini. Se trata de la publicidad de Kodak para un álbum, la invitación a comprarlo para entrar en el juego de la colección, tener justamente dónde encajar las fotografías y resguardar las historias familiares, amistosas y amorosas, esos fragmentos de vida, los más memorables. “Por un lado”, continúa, “estoy viendo y fotografiando una época donde el lujo de la publicidad utiliza al máximo las posibilidades de la imagen –los cuerpos de las lindas mujeres, ellas siempre arriba y los ‘asomados’ abajo– para vender sus productos; a veces los slogans me sirven para resaltar estas contradicciones que continuamente aguantamos; por otra parte, en una foto mía –¿te acuerdas?– aparece un hombre muy pobre en Catia, Caracas, Venezuela, mutilado; y en el muro del fondo de esa fotografía aparece la palabra ‘amor’, a pesar de la miseria, a pesar de todo; esa palabra para mí, ahí, va más allá de la imagen, es la fuerza de la vida”.

Entonces el fotoracconto permite contar la mirada, encontrar nuevas combinaciones y crear secuencias y lecturas alternativas del propio trabajo que va creciendo con el tiempo y la sabiduría –“il senno”, insistirá– del que las va tramando como si se tratara de una fotonovela que dará a conocer en Il Politecnico que ya Gasparini lleva dentro de sí mismo. Así los paisajes, lejanos en la memoria y la geografía, aparecen juntos. Entre el rostro apacible de una ciudad y el sufrimiento que ocurre en la otra hay una conexión muy íntima que las propias imágenes disponen, como si pudiera adivinarse por un momento que muchos hechos parecieran estar ocurriendo simultáneamente y tienen su secreta –“verdadera”– historia. Así me detengo en la presencia de la publicidad en muchas de sus fotografías. Le digo que tantos anuncios y carteles parecen mimetizarse y fundirse en la perspectiva visual de las ciudades que va recorriendo. Gasparini, rápido, riposta: “no diría que la publicidad se mimetiza, la publicidad quiere evidenciarse para vender lo que no todos pueden comprar; en São Paolo veía cómo las grandes vallas anuncian las cosas más caras, las más lujosas y las más inútiles, en los lugares más pobres”.

Pero también hay otras evocaciones. Son más personales, lugares que revelan atmósferas familiares. Pienso en la entrada del fotoestudio de los hermanos Mazuco; por un momento, obra de no sé cuál arbitrariedad, me hizo pensar esa fotografía en una página de James Joyce, los árboles en la lejanía, un portal muy antiguo y una vitrina con reflejos que parecen proyectar cierta pátina antigua sobre la escena; el aviso de AGFA, la mano que toma una foto y forma una secuencia de identidades escondidas; cerca, aparece un niño sonriente, me dice que le hace recordar un poema de Pier Paolo Pasolini. De nuevo se levanta y busca entre los estantes otro ejemplar. Da con la página marcada y avanza con un fragmento de “Europa” (1945-1946):

Il fanciullo perso in tranquille case
dove la storia profuma d’ ombra
umida d’ estate e di silenzio acceso,
oggi, così  lontano, in un destino
ormai noto, riemerge intento a viaggi
per omerici mari…

 [El niño perdido en tranquilas casas
donde la historia huele a sombra
húmeda en verano y silencio acalorado,
hoy, así lejano, en un destino
ahora conocido, resurge el deseo de viajar
por mares homéricos…]

Hay tantos niños en las fotografías de Gasparini y en las más diversas situaciones: a veces impregnados de mucho dolor y en otras oportunidades se ven muy risueños, plenos. Gasparini ve en esas miradas “miles de preguntas, de asombros, de innocenza, como dice Pasolini”, aunque después el telón de la vida dé uno que otro bandazo y aparezcan otros rumbos, más duros, dice, “porque después la vida te castra poco a poco”. En todo caso, en esos niños que van y vienen en los fotolibros de Gasparini, veo una afirmación de la vitalidad que al menos ahora podría decir que le viene de su propia actitud –una risa, una ironía, una vuelta para aligerar ciertas situaciones– y también del neorrealismo italiano (habría que pensar al menos en una película de De Sica: I bambini ci guardano), pero asimilado muy a su manera. “Recuerda al ladrón de bicicleta en la película de De Sica cuando el protagonista roba la bicicleta y toca desaforadamente il campanello, esa es una reacción, es algo vital, del momento; eso me lo contó también Ugo Casiraghi, el crítico de L’ unitá; cuando fue prisionero de un campo de concentración alemán, Ugo se escapó, llegó a un pueblo y se robó una bicicleta; de pronto, sin saber por qué, irracionalmente, iba tocando sin parar il campanello, esto el propio Ugo se lo contó a De Sica”.

Y de pronto, tras esta evocación, los recuerdos se mezclan y hacen volver –otra vez– a la poesía. Es de nuevo a Pasolini en otro pasaje del poema que leyó hace poco: bien pueden compendiar todo un dolor generacional que está tocado por su particular o inquieta belleza:

il suo cuore,
fanciullo, ardeva di un fedele incanto
per ogni spazio azzuro
davanti al suo paese. Non sapeva questo
futuro che ora veste d’altra indifferenza
l’orizzonte. Tutto è accaduto: dentro,
nel destino, siamo prigioneri del rimpianto
della nostra inoccenza… 

[su corazón,
niño, ardía de un fiel encanto
por cada espacio azul
delante de su pueblo. No conocía este
futuro que ahora viste de otra indiferencia
el horizonte. Todo ha ocurrido: adentro,
en el destino, somos prisioneros del lamento
de nuestra inocencia…]

¿Será que en los diversos momentos que componen esta conversación –en teléfono y en persona– podrá encontrarse alguna otra evidencia de la persona que va y viene detrás de la cámara? Se me ocurre que sí, hay algo en estos asomos de La verdadera historia de Paolo Gasparini. Aquí está el buscador de huellas, el que se detiene en las tumbas, en la de sus literatos –en Gramsci y Benjamin, en Joyce– y en sus admiraciones fotográficas: Tina Modotti y Paul Strand. Y me dice que quiere irse a Casarsa, donde Pasolini está enterrado. ¿Por qué esas tumbas? “Están juntos en mis fotografías, porque son autores fundamentales en mi historia. Son homenajes, forman parte de mis raíces, mis historias. Son personajes queridos en este largo trecho del destino que nos toca vivir”.

Pero, muy en el fondo, ¿qué significará eso de tener “una verdadera historia”? De hecho, Juan Antonio Molina se lo hizo notar a Gasparini, él –a su vez– le devolvió la pregunta y en este momento yo se la pongo nuevamente sobre la mesa. Es un pequeño juego, una provocación amistosa, otra más, para hacerlo hablar: “Yo no sé cuál es la verdadera historia, Molina me contesta muy bien en su prólogo con una frase de Siegfried Kracauer: ‘La última imagen de una persona es su verdadera historia’. En inglés es más precisa: ‘The last image of a person, is that person’s actual ‘history’. Y por eso yo puse esa última imagen, es la mano de un fotógrafo callejero en Manaos, él me sacó esas fotos para un carnet de identidad; soy yo el que está al lado de su historia, al lado de sus fotografiados y en la historia del libro”. Pero, bromas aparte, también hay que decirlo, la pregunta abre paso a otras historias, tan reales como las anteriores, muy presentes en las gratitudes que sostienen toda una vida. Y es por eso que Gasparini recuerda una conversación que tuvo con Sagrario Berti (también marcada por il senno di poi): “hace algunos años le dije a Sagrario que mi fortuna vivencial y profesional es producto de haber estado al lado de compañeras consecuentes, solidarias y extraordinarias colaboradoras que he amado: Franca, Duda, María Teresa y Mariana Figarella”.

Y en la portada de La verdadera historia de Paolo Gasparini sale él mismo, pero visto por un fotógrafo y amigo friulano que vive en México, Paolo Gori, quien lo retrató en plena acción durante una Semana Santa en Iztapalapa. Ahí está, con su cámara, “como siempre, soy yo sacándole fotos a los niños…”.

Caracas, mayo-julio, 2018.

 

[1] Se trata de un fotolibro que está en plena preparación. Gasparini lo presentará en Gorizia –su ciudad natal– junto a una exposición en noviembre de este mismo año.

[2] Su más reciente fotolibro, publicado por La Cueva, estará en la próxima edición de Paris Photo (una feria que se lleva a cabo en dicha ciudad europea desde 1997, congrega a editores, coleccionistas, galeristas, críticos y especialistas en fotografía).

[3] Cartas de los condenados a muerte de la Resistencia italiana, publicadas por Giulio Einaudi editore (primera edición: enero 1952), preparadas por Piero Malvezzi y Giovanni Pirelli, con prólogo de Enzo Enriques Agnoletti.

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