Keila Vall sobre la serie Gracias, ánimas de Guasare: “comprende dieciséis fotografías en blanco y negro, tomadas en una capilla construida a inicios del siglo XX entre Punto Fijo y Coro. Está dedicada a la memoria de quienes fallecieron en el intento de escapar, a pie, a los embates de una fuerte sequía y la consiguiente hambruna”.

Rutas y cartas de Antolín Sánchez (IV)

1 • febrero • 2021
Serie Gracias, ánimas de Guasare de Antolín Sánchez

Alejandro Sebastiani Verlezza

Las tres imágenes de la serie Gracias, ánimas de Guasare que aparecen en el fotobolsillo de La Cueva dedicado a Antolín Sánchez conforman una interesante estación en la obra de este fotógrafo y periodista venezolano.

Llama la atención cómo se relacionan con la captación de los pequeños altares y grutas que van apareciendo en los caminos y carreteras del país. Parecieran ser, al menos en principio, construcciones espontáneas, a veces pequeños “huecos”, nichos para honrar la memoria de los muertos, acaso el recordatorio de algún accidente que ocurrió en cierta curva peligrosa y la religiosidad popular se encarga de hacerles un espacio para recordar su huella. La impronta de estas construcciones, desde luego, son muy antiguas: se corresponden con el muy humano anhelo de representar, a partir de imágenes, su duración en el tiempo. Independientemente de las motivaciones antropológicas implícitas en este hecho, lo cierto es que en estos espacios los eventuales paseantes, o peregrinos, dejan fotografías, estampitas, notas, velas, flores, objetos, efigies, entre otros presentes, junto a la imagen de José Gregorio Hernández, por ejemplo, así como alguna virgen de culto local. Aquí, en el caso de Sánchez, se trata de una capilla.

Más allá de la discusión infinita sobre el poder de la representación –y la necesidad de la psique de proyectarse en el espacio a través de las imágenes– el rasgo principal en esta serie reside en la capacidad del fotógrafo para componer y hasta recrear pequeños escenarios en cada una de las tomas que hace. Como bien lo anotó Cesare Pavese en El oficio de vivir, sus memorables diarios, bien podría decirse que estas imágenes contienen “un lazo fantástico que tiende una trama por debajo del discurso” (10 de diciembre, 1939). Se trata, entonces, en lo que sugiere esta serie fotográfica de Sánchez, para seguir con el poeta y narrador turinés, de apreciar esa reverberación que late por debajo de la imagen: así es dado encontrar “el sedimento de una fantasía totalmente entregada a las iluminaciones de la elocuencia lírica” (15 de mayo, 1944).

Elocuencia, entonces, pero lírica, lírica y a la vez plástica, para fijar los rasgos más fugaces: por esta vía aparecen los trazos del tiempo sobre estos espacios impregnados de humedad y desgaste: pueden ser capillas, templos y hasta templetes. En el caso de la serie Gracias, ánimas de Guasare algunas de las estampitas impresas en el borde de un retrato de José Gregorio Hernández –y de una Virgen– permanecen, a su manera, sin descomponerse del todo (así como ocurre con esas vallas publicitarias que no terminan de blanquearse). En su borradura se integran recompuestas a esta interesante propuesta visual. Más precisamente: todas estas “informaciones”, en una secuencia afortunada de disparos, las recoge el autor: las texturas lavadas, las pátinas opacas, crean atmósferas, o paisajes, retablos llenos de considerable y precisa fuerza plástica. Es un ejercicio de relectura de los espacios y resignificación. La capilla se convierte en un pequeño museo de extrañas supervivencias y la imagen recrea las ruinas.

Así Sánchez recompone la travesía que los devotos hicieron en Guasare y la memoria profundísima que impregna al lugar. Podría bien hablarse de constelaciones visuales, composiciones involuntarias, hasta la llegada del “disparo” que ordena y produce los sentidos y los mensajes que esperan por una mirada atenta que los capte, pues en estas fotografías de Sánchez se entrevé, además, una obra coral, anónima, como ocurre en los muros de las calles y las infinitas superposiciones y recomposiciones de trazos y superficies que justamente el tiempo va propiciando, igualmente, producto de la perenne necesidad de recordar y recrear las ausencias que circulan en un espacio determinado, no importa si rural o urbano.

Y vale insistir: hay que tener en cuenta que estas presencias, una vez captadas por el lente de un autor, cobran rostro, identidad. De esta forma todas las manos anónimas que fueron creando las composiciones de la capilla durante los años se refunden y sintetizan cuando se incorporan a la poética visual de Sánchez.

Y aquí una nueva carambola: cada una de las fotografías que componen esta serie retratan –más que la representación de las ofrendas anónimas– la mirada del autor, sus inquietudes. A partir de esta premisa las conjeturas y las lecturas se multiplican. De nuevo: en la tríada de fotografías mencionada se congregan pequeños montajes que forman parte de una búsqueda pictórica persistente en Sánchez. Sus escenarios pueden ser diversos: a partir de la “naturaleza”, sí, pero también sobre otras superficies y escenarios. Por ejemplo: un vagón de Metro de Caracas, o París, donde bien pueden identificarse –más que “ánimas”– cuerpos, cuerpos,  animados, andantes y melancólicos, a su manera en movimiento, tal y como ocurre en otro grupo distinto de imágenes: “Serie en B”.

Es propicio ahora recordar uno de los tantos hallazgos de Octavio Armand en Superficies: “lo que no es palabra puede ser visibilidad/transparencia: como espejo o ventana”. Tal vez aquí, en la intensidad de este curioso apunte, pueda encontrarse el principio de una fenomenología de la imagen fotográfica y su siempre seductora forma de llamar la atención, no exenta de ilusiones, tramas, trampas y rutas, muchas rutas, llenas de considerables asombros.

 

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